sábado, 12 de abril de 2014

La mochila de Wilson



Algo que hacían algunos de mis compañeros en el Instituto, era coger la mochila de un compañero y ponerle grandes piedras dentro, para sorpresa del perjudicado. Una de esas veces, se lo hicieron a Wilson, y le dijeron que había sido yo. Él se lo creyó, y yo subestimé su credulidad.

Cierto día, al entrar al aula encontré mi mochila muy llena; al abrirla estaba con piedras y trozos de tierra. Mis compañeros reían y decían que fue Wilson, algo que él no negaba; al contrario, reía y lo justificaba diciendo que yo le había hecho a él lo mismo. Yo le decía que no hice tal cosa. Me molestó, ya que al no hacer bromas de ese estilo, nadie se había metido conmigo de esa forma, y me parecía intolerable. Wilson debía pagar de alguna manera, y el castigo debía ser de mayores proporciones. No sé cómo, pero llegué a la idea de regarle líquido en su mochila, y… más aún, ¡orina!

Al día siguiente, teníamos Educación Física a última hora, solíamos dejar las mochilas arrinconadas en algún lugar en el exterior, mientras realizábamos algún ejercicio. Era como la ocasión perfecta para mojar la mochila ya que luego nos teníamos que ir a casa. Así que, antes que nada, lo que necesitaba era un envase de laboratorio. En la tarde compré el envase, lo llené y lo dejé sobre mi escritorio. No volví a pensar en ello, ya que todo parecía planificado. El día siguiente era un miércoles, con las prisas de levantarme, desayunar y salir, no llevé el envase al Instituto. Posteriormente, en la tarde, al llegar a casa, lo único que pensé era en que tenía que poner el envase en la mochila, para no olvidarlo; luego ya encontraría el momento de hacerlo, aunque había perdido tan genial oportunidad ese día, y no se me ocurrió volver a pensar en lo que iba a hacer.

El jueves, estuve pendiente de encontrar un momento en el que poder realizar la acción sin ser visto. En la clase de Matemáticas, al final de la jornada se estaban realizando unos ejercicios y quienes acababan se podían ir, según Alberto, el profesor. Wilson había dejado su mochila sola y la tenía cerca de mí, un par de pasos atrás y en la fila de mi derecha, el resto de alumnos estaban en sus asuntos. Era el momento de actuar.

Saqué de mi mochila cuidadosamente el envase y, mientras nadie miraba, rápidamente regué un poco sobre la mochila, tapé el envase y lo guardé en un bolsillo de los pequeños, en el lateral de mi mochila. El líquido enseguida empezó a chorrear, y eso que le puse poco, porque vi que se regaba fácilmente ya que la mochila no hacía el efecto de absorber. Un compañero se fijó en que caía líquido y riendo se acercó a la mochila diciendo: «¡Wilson, te han mojado la mochila!». Se acercó a oler qué era y exclamó: «¡Son orines!».

El profesor se acercó a ver, Wilson consternado, los demás riendo y avivando la situación. Así que empecé a asustarme y quedé enmudecido. El profesor, se dirigió a llamar a la inspectora Aida, una señora con cierto mal genio, carácter fuerte, pero a la vez tenía algo como de abuela sensible.

Se empezó a revisar las mochilas en busca de algún envase con orina, me quedé apartado junto a mi buen amigo Lucho, quien me preguntaba si había sido yo. Le confesé que sí, y le pedí me ayude a sacar de algún modo el envase. Pensábamos en esconderlo en alguna chaqueta o, intentar lanzarlo por la ventana. Sin embargo, me fijaba que al revisar las mochilas se inspeccionaban los bolsillos grandes, y posiblemente no se darían cuenta del bolsillo pequeño a un lado de mi mochila.

Mientras hablaba con Lucho, tenía la mirada fija de una compañera sobre mí, como percatándose de que tramaba algo o, de que estaba posiblemente en actitud sospechosa. Revisaron unas cuantas mochilas y decidieron parar. Aida se molestó y decía que llamaría al responsable de disciplina del Instituto, el profesor Guido, un tipo temido por el alumnado, por su carácter fuerte y avasallador.

Las cosas se iban poniendo peor, los nervios se iban tensando. Quería salir de ahí sin que me encontraran el envase. Nos tenían a la espera, yo le dije a tío Alberto que ya había acabado los ejercicios, y le pregunté si me podía ya ir; me contestó que no, teníamos que esperar a ver qué se resolvía hacer. Al parecer no encontraron al profesor Guido y dejaron que nos fuésemos, no sin antes advertir de que no se iba a quedar así el asunto, y que nos las íbamos a ver con Guido.

Por un lado, las cortas miras que tuve me llevó a no darme cuenta de que al día siguiente no iba a poder ir a clase, porque tenía planificado un viaje por pruebas médicas y que eso iba a afectar al asunto, pues todos especularían sobre mí. El regreso fue muy tarde, llegando en la noche. Enseguida fui a casa de Lucho a preguntar qué había pasado. Wilson no hizo mucho lío, pero Aída y Guido estaban molestos y el lunes se pasarían para hablar sobre ello. Por otro lado, durante lo acontecido no se me había pasado por la mente, que el lío que yo había armado fue, ¡durante la clase de mi tío Alberto!, quien era mi profesor de Matemáticas.

El siguiente lunes, durante la clase de Matemáticas, llegó Guido con Aida, y él dijo que le teníamos que contar quién o quiénes habían sido. Empezó a amedrentarnos. A continuación, pidió sacar un papel y que se escriba ahí el nombre o nombres de los que creíamos que eran los causantes. A continuación, se procedió a recoger todos los papeles y se los llevaron a Inspección. Todos se mantenían en silencio, con las miradas apartadas de mí. Comentábamos con Lucho quiénes parecía que habían escrito algo y se mostraban más distantes, y mientras esperábamos, realizábamos un análisis de los posibles delatores.

Y a los pocos minutos entró Guido. Todos en un silencio estremecedor, y en eso se escuchó la voz de Guido: «Luis, ven con nosotros». Me quedé frío, todo mundo lo miró, él se levantó y se dirigía cabizbajo hacia la puerta, a lo que Guido añadió: «Washo, tú también». Me levanté despacio, mirándoles a todos, como si les dijera: «Traidores, me habéis decepcionado».

Así que, estábamos en Inspección, una pequeña habitación estrecha bajo las escaleras, en la que apenas cabía un escritorio y tres sillas juntas, creo de uno y medio por dos y medio metros. Aida tras el escritorio, Guido junto al escritorio, en pie y, Lucho y yo sentados en las sillas con la pared a las espaldas.

Guido decía que los nombres que salían en los papeles eran los nuestros y que dijéramos por qué razón lo habíamos hecho. Nosotros ahí, negando las acusaciones, diciendo que no entendíamos el porqué nos acusaban a nosotros. Guido empezó a amenazar que nos bajarían la nota, que iba a realizar una reunión con los padres de familia y quedarían en vergüenza nuestros padres, que si eso no nos importaba y demás argumentos. No obstante, nosotros no cedimos, él empezó a achacar a Lucho que por su religión —evangelista—, su buen comportamiento y demás, no se esperaba eso de él. Y además, en los papeles el nombre que más aparecía era el mío y no el de Lucho. Que si me había ayudado o, qué papel era realmente el que él tenía.

Guido ya nos tenía acorralados y Lucho no era culpable, así que le dije finalmente que él no había tenido nada que ver. De modo que, le pidió a Lucho retorne a clase y seguimos un momento más en Inspección, mientras preguntaba el porqué yo lo había hecho. Así que se lo conté. Guido empezó a sermonear que no está bien el ser vengativo… Mandó a llamar a Wilson, y le dijo que quería hablar con su madre para decirle que él no era ningún santo y, sobre su hipocresía por haber hecho cosa similar.

Esa tarde no sabía cómo decirle a mi padre que él tenía que ir al Instituto. Empecé tímidamente:
—Pa’, Guido quiere que vayas al Instituto.
—¡Otra vez! —respondió— Ya fui hace poco, no voy a ir cada semana.

—Bueno, yo solo te lo digo.

—¿Esta vez qué pasó?
—Es que... Humm...—No sabía cómo decirlo— Por poner orina a la mochila de un compañero.
—¡Qué estas loco! Yo no voy a ir. ¡Si quieren expulsarte, que te expulsen!
—(Me quedé en silencio)
—¿Por qué hiciste eso? —Continuó después de un momento.

—Él llenó de piedras y tierra mi mochila, —respondí.
—Entonces, que se aguante, y dile a Guido que ya lo resuelven ustedes. Yo no voy a ir.

Me tranquilizó que empezara a decir que si haces algo se tiene consecuencias, y si Wilson puso piedras en mi mochila, él debía esperar que le pasara algo igual o peor. En cierto modo, me tranquilizó, pero también me estaba diciendo que lo mío también tendría consecuencias, que podían ser en medida o desmesuradas. Y tenía que asumirlas.

Con esta anécdota, experimenté la venganza, y aprendí a no actuar por impulsos. También que, si los planes se ven modificados, hay que replantearse todo, y no improvisar. Además, reafirmé la idea de que está bien realizar cosas que causen gracia, pero que no hieran a alguien; si hay que reírse, que no sea de alguien, sino reírnos todos. El vivir consiste en hacer y experimentar cosas, y con ello lo importante es aprender de ellas todo lo posible, sin olvidar asumir las consecuencias. En el camino de aprendizaje, el sentirse apoyado es importante, y yo a pesar de todo, me sentí apoyado.